Parece difícil en ocasiones de
creer, sobre todo por los padres, saber que nuestros hijos pueden estar
padeciendo de un problema de tipo psicológico o psiquiátrico, negándonos al
principio y afirmando que el médico al dar un diagnostico presuntivo sobre una patología
de este tipo se equivoca, produciendo
enojo, ansiedad, tristeza, habeses desesperanza, preguntándonos ¿Por qué mi
hijo?, ¿Por qué se siente así? Omito en este momento hablar de alguna patología
específica precisamente para dejar a la imaginación y poder aplicar el ejemplo
que nosotros deseemos, imaginándonos al dar una noticia de esta índole.
Los padres en la mayoría de los
casos, se preocupan por los hijos, tratan de darles la mejor educación, los
mejores juguetes, así como amor y comprensión, sin embargo muy frecuentemente
nos dedicamos a trabajar para satisfacer sus necesidades y olvidamos que una de
ellas, y tal vez la más importante es saberlos escuchar, porque puede ser que
los amemos infinitamente, ¡pero eso no quiere decir que los sepamos escuchar!
Saber escuchar significa tener un
orador, un receptor y una vía de comunicación, y si el receptor, en este caso
nosotros no estamos o no damos la confianza para que nuestros hijos hablen con
nosotros probablemente dejemos pasar la oportunidad de salvar a nuestros hijos.
Todos al sentirnos preocupados o
tristes buscamos refugio en alguna persona, los niños generalmente lo hacen en
sus padres, pero cuando esto no puede ser asi, ya sea porque la dinámica familiar
se encuentra débil, o existen conflictos bastante serios, sobre todo entre papa
y mama, ¿a dónde recurre el niño?
Se encuentra entonces marginado,
acorralado, con sentimientos reprimidos por no poder expresarlos, y esto
origina en él, sentimientos de culpa, de angustia, de preocupación y estrés,
finalmente originando cuadros de melancolía, frustración, coraje y miedo a la
vez, derivando dependiendo de su carácter y temperamento en alguna posible patología.
Con esto no quiero decir que los
padres seamos los culpables de los problemas psicológicos de nuestros hijos,
pero sí que tenemos una magnífica oportunidad de evitarles la misma, si sabemos
escuchar, si sabemos ganarnos la confianza de ellos, si nos interesan sus
juegos, sus ilusiones, sus proyectos, cuantos no nos han dicho, “yo de grande seré
astronauta” o “yo seré científico”, cuantos no quieren ser como papa o mama, no
importa lo que quieran, mientras tengan esa ambición, esa esperanza de ser
alguien “grande”, con éxito en la vida, debemos alimentarlos de sueños, de alegrías
aun no vividas, de confianza, y nunca de desaliento, desesperanza o de
conformismo.
Salvemos pues a nuestros hijos, escuchémoslos, y
sepamos creer en ellos, pues cuando nos digan que algo anda mal, es porque
así es, cuando nos digan con lagrimas en sus ojos, con coraje a la vez que
estamos haciendo algo mal, también sepamos creer en ellos, pues nos están gritando
a la cara “sálvame”.
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